«La Virgen de las Rocas» de Leonardo da Vinci.
Existen dos versiones de esta obra, una de ellas se encuentra en el Museo del Louvre (París, Francia) y la otra en la Nacional Gallery (Londres, Gran Bretaña). La primera parece ser la original de Leonardo, mientras que la segunda fue realizada, al parecer, por un discípulo suyo. Esta pintura la hace en 1483 durante su estancia en Milán, en la corte de Ludovico el Moro, donde realizó múltiples actividades tanto como pintor, escultor, inventor, ingeniero,…Se trata de un óleo sobre tabla encargado al pintor por la Cofradía de la Inmaculada Concepción de la iglesia de San Francisco, para figurar como parte de un tríptico completado por Ambrosio de Predis, pero por su belleza fue incautada por Ludovico el Moro, por ello la Cofradía hubo de conformarse con una segunda versión realizada por un discípulo de Leonardo, que lo realiza bajo la dirección de su maestro. En el siglo XVII la tabla auténtica estaba en poder de los reyes de Francia, de ahí su actual ubicación.
La escena representa a la Virgen con el Niño en ademán de bendecir, acompañado de San Juan orante y de un ángel. La tabla nos muestra la escena como si de un arco de medio punto se tratara, inserta en una naturaleza en la que las rocas crean una perfecta arquitectura natural que adorna con las plantas que en ella surgen y recibe vida a través del agua, que es también foco de luz. La composición es una perfecta muestra del equilibrio clasicista que acabará imponiéndose en el siglo XVI, sobre todo con las obras de Rafael, admirador de Leonardo. La composición cerrada se enmarca en una pirámide, cuyo vértice superior sería la cabeza de la Virgen, que está ladeada y oculta sus formas corporales bajo amplios ropajes y que, en un perfecto escorzo extiende su mano sobre la cabeza de su Divino Hijo. A la derecha de la composición, un ángel con las alas desplegadas muestra al niño San Juan, al que la Virgen acoge con su otra mano situado a la izquierda de la escena. El ángel se vuelve hacia fuera, buscando una relación con el exterior del cuadro. El Bautista, en posición orante, rinde adoración al Mesías (en la de la Nacional Gallery, lleva una vara con una cruz). Como buen hombre del Renacimiento, la pureza de los Niños queda manifiesta por su desnudez, y por la luz emanada de sus cuerpos. Es característico de Leonardo el uso de un doble foco de luz, uno principal, que vendría de fuera, y otro secundario, en el interior, que recorta las figuras sobre el fondo.
Contrasta el uso de colores fríos (azul, verde) y cálidos (naranja, marrones) que dan vitalidad a las personas y acercan los objetos. Utiliza la técnica del claroscuro en la que la luz es creadora de sombras y mediante la perspectiva aérea disecciona el espacio en tres puntos, dos en los lados del horizonte y otro hacia abajo.
Las figuras están llenas de un profundo simbolismo logrado por la técnica del esfumato, entendido éste como la capacidad simultánea óptica y pictórica de anteponer entre el que mira y las formas, el velo inmaterial aunque perceptible de la atmósfera. Para Leonardo la luz no se concibe como una gradación paulatina de colores en tonos distintos, sino como una lenta fusión del negro y del blanco, dando lugar a su característico claroscuro. Así el esfumato, logra crear una superficie suavemente aterciopelada, que funde figura y ambiente y, que además rodea el cuadro con un halo de misterio, aparte de fundir así figura y paisaje, sin transiciones bruscas de luz, con lo que las sombras se funden gradualmente y desaparecen los perfiles.
Las figuras de Leonardo oscilan entre lo femenino y lo masculino, entre lo divino y lo terrenal. Su realismo idealizado llega a una minuciosidad que nos recuerda a Van Eyck en el tratamiento de las telas y, en especial, en las plantas.