Piedad, Gregorio Fernández
La piedad de Gregorio Fernández es, sin ningún género de dudas, una de las mejores obras que mejor representa la tradición escultórica de época barroca en España. Fernández será el máximo exponente de esta tendencia realizando alguno de los trabajos más importantes del siglo XVII; sus esculturas invitan a la piedad y la contrición elementos básicos que la iglesia contrarreformista buscaba en las obras de arte de la época.
Fernández (1576 – 1636) nació en Galicia pero pronto se trasladó a Valladolid, el escenario más idóneo puesto que era donde se encontraba la corte por aquel entonces. Heredero de la tradición manierista de Juan de Juni y Berruguete el gallego incorpora a sus personajes un realismo inaudito hasta el momento, la anatomía perfectamente esculpida remite a los modelos de los Leoni y los postizos o añadidos adquieren gran importancia en la escultura de este genio del Barroco.
La Piedad data de 1616 y fue encargada por la cofradía religiosa de las Angustias de Valladolid, por lo que ésta debía configurarse como un paso procesional en sustitución de una pieza más antigua y de menores dimensiones. La pieza estaba realizada en madera policromada y el conjunto se completaba con otras cuatro figuras más: los dos ladrones que fueron crucificados junto a Jesús, San Juan y María Magdalena.
La Virgen María recibe en sus brazos el cuerpo inerte de su hijo; ésta adquiere una actitud desconsolada, plena representación del dolor y busca la compasión del espectador que observa el paso procesional. La figura de Cristo se resbala de los brazos de su Madre en una potente diagonal, su dolor y sufrimiento ha dado paso a una actitud relaja ahora ya sin sufrimiento pero en cuyo cuerpo aún se hacen patentes las marcas de la pasión.
El conjunto presenta una disposición triangular siguiendo el esquema tradicional heredado de Miguel Ángel, pero mientras en la piedad del Vaticano la figura de Jesús potencia la horizontalidad del conjunto, en la de Gregorio Fernández rompe una diagonal que desestabiliza el centro de la pirámide.
La fuerza y el expresionismo las manos de María -que se elevan en un gesto suplicante- y el rostro Jesús yacente, es tal que hace que el espectador dirija inmediatamente su mirada hacia ellos.
Los ampulosos pliegues que realizan los ropajes de los protagonistas se confunden con las rocas que los soportan. Son pliegues duros y de gran tamaño que parecen acoger a madre e hijo y otorgan a la escultura un fuerte contraste de luces y sombras.
Gregorio Fernández fue consciente como pocos escultores de su época, de aquello que demandaban las doctrinas de Trento; el realismo de las obras debía conectar con la piedad del espectador y así lo hacían cada una de sus piezas. Para ello se sirvió de la teatralidad y los gestos dramáticos pero también de un buen número de elementos que añadía a sus figuras y le ayudaban a crear ese realismo: la pasta de vidrio, el marfil en los dientes o en algunos casos el cabello natural.