Compartimento C, coche 193 de Hopper
Desde mediados del siglo XIX y durante las primeras décadas del XX, los trenes fueron un motivo de inspiración recurrente para muchos artistas norteamericanos. Así aparecen numerosos ferrocarriles, estaciones, andenes, viajeros, etc … como protagonistas principales o secundarios de sus lienzos, o al menos como destacado atrezzo de las escenas representadas.
La explicación hay que buscarla en primer lugar en la estética atrayente del ferrocarril. Pero no se puede olvidar la capital importancia que la extensión tentacular del tren estadounidense tuvo en la vertiginosa prosperidad alcanzada por aquel país.
Dentro de esa larga lista de pintores atraídos y seducidos por los encantos del tren, uno de los últimos representantes fue Edward Hopper, quién está considerado como el mejor retratista de las peculiares tierras y gentes de Estados Unidos. Por lo tanto, no es extraño que en muchas de sus obras surja el ferrocarril como un elemento perfectamente relacionado con el paisaje e integrado en la cotidianeidad americana.
En este contexto se entiende el cuadro Compartimento C, Coche 193, realizado por Edward Hopper en 1938. En él se nos presenta el interior de un compartimento, tremendamente amplificado por la perspectiva oblicua que el pintor eligió, como si lo hubiera fotografiado con un gran angular. Ahí viaja una mujer vestida con un traje riguroso y cubierta por una airosa pamela. Está sola y concentrada en la lectura de unos papeles, seguramente de trabajo, sin mirar en ningún momento por la ventana, en la que se observa como enrojece el cielo del atardecer.
Una de las constantes en muchas de las obras de Hopper es que pintaba muchos interiores en los que aparecía una mujer en soledad, como en este caso o en otra de sus obras más conocidas Habitación de hotel. Y curiosamente, para muchas de estas obras eligió como modelo a su propia esposa, Jo Nivinson, con la que se había casado en 1924.
Edward Hopper está considerado como el máximo representante de la corriente figurativa de Estados Unidos. Y todo ello gracias un estilo caracterizado por una peculiar simplificación de los hechos y escenas de la realidad. Unas escenas a las que siempre daba un tratamiento ciertamente cinematográfico, como si nos presentara fotogramas de la vida cotidiana norteamericana, por aquellos años sumida en la Gran Depresión posterior a la Crisis del 29 y en el periodo previo a la Segunda Guerra Mundial.
En ese contexto histórico, Hopper pintó la soledad del hombre moderno, o la mujer en este caso. Y a veces esa soledad del ser humano incluso le llega a aislarse de la naturaleza, como en esta tela donde separa claramente el ámbito del vagón de tren, del paisaje que se descubre por la ventana. Sin embargo, imbrica a la perfección ambos ámbitos, gracias a la gama de colores que usa, y que convierten a la imagen en una escena de visión muy agradable, y es que el pintor concebía al espectador de sus obras como una especie de voyeur y para él creaba estampas de visión muy atractiva, aunque el mensaje fuera un tanto triste.