Francisco de Zurbarán (1598-1664)
Zurbarán nació en Badajoz pero aprendió en Sevilla y allí se estableció, destacando como pintor monástico por excelencia, que abastecía los conventos sevillanos y extremeños con largos ciclos o series de pinturas de frailes narrando historias de las órdenes religiosas. Especialmente significativas serán las telas realizadas para los monasterios de los Jerónimos en Guadalupe y de la Cartuja en Jerez. Aunque exportó a América, en los últimos años de su vida decayó su éxito comercial a causa de la competencia de un pintor de signo diferente, Murillo, lo cual le llevó a modificar un poco su estilo, dejándose influir por el tono amable de las escenas de aquél.
Como características de su pintura podemos destacar:
– Vocación naturalista: desde sus primeras obras se observa el ansia por pintar y captar con realismo las telas (rasos verdes, rojos, terciopelos, bordados, y sobre todo las telas blancas: las figuras de sus monjes suelen ser monumentales gracias a la simplicidad y precisamente es, además de pintor de frailes, un gran pintor de naturalezas muertas, de composición sencilla y clara (por yuxtaposición de objetos).
– Aunque sus figuras de alta categoría divina las interpreta con trazos de escasa variación, lo mismo que para las femeninas crea un ideal de belleza, el resto de personajes (pastores, gente del pueblo, santos o sus acompañantes, religiosos…) son de gran realismo, verdaderos retratos que hacen vivir el espíritu del personaje al que encarnan.
– Se mantuvo siempre dentro del tenebrismo, pero es un tenebrismo muy peculiar, muchas veces los fondos no son totalmente obscuros: contrasta la escena de primer plano con un segundo término de muros o columnas en sombra.
– Coloca personas y cosas más yuxtapuestas que unidas entre sí. La escena casi siempre se desarrolla en un primer plano y los personajes casi no dejan espacio libre.
– En sus numerosos cuadros de frailes, pinta la vida corriente monacal (actos de caridad, humildad, tentaciones…) y, sobre todo, escenas en las que los santos/as y público beato, son recompensados con la presencia o aparición divina. Todo ello lo hace sin grandilocuencia ni teatralidad, pero con un tono solemne, grave, sincero, «sentido»; es decir, el fervor religioso aparece en él totalmente humanizado y comprensible, sereno y no afectado.