“Retrato de Felipe IV a caballo” de Velázquez
Se trata de un óleo sobre lienzo enteramente pintado por Velázquez para la decoración del Salón de Reinos del Palacio del buen Retiro, hacia 1635-1636. En la actualidad se encuentra en el Museo del Prado de Madrid. Constituye una de las mejores obras del genial artista, siendo superior a los demás retratos ecuestres por él realizados, tal vez con la excepción, del que representa al príncipe Baltasar Carlos. En éste se representa al rey lleno de una serena majestad, de elegancia, conseguida con gran naturalidad, como si se tratase de una instantánea sin preparar.
El retrato ecuestre recoge la tradición imperial romana recuperada en el Renacimiento con Donatello en la escultura y pronto recogida por Tiziano en el “Retrato de Carlos V de Muhler”, que cuenta en el Barroco con amplios seguidores, ya que distintos reyes, emperadores o personajes militares quieren verse retratados de esta manera. Así lo hace Velázquez, Rubens o Van Dyck entre otros.
Éste, es un lienzo de más de tres metros de largo por tres de ancho en el que el rey pintado de perfil, aparece como jinete montado sobre un airoso corcel, sumergidos ambos en la plateada atmósfera de las afueras de Madrid. La escena se sitúa en un alto representando un paisaje que podría ser el del Pardo, situando detrás del monarca un árbol que delimita el cuadro en el margen izquierdo. Entre sus raíces, en el suelo, se agita un papel doblado.
El estudio del caballo es perfecto, representado en la llamada “postura ecuestre de corveta”, recogiendo a modo de instantánea fotográfica los pocos segundos en que el animal puede permanecer alzando las patas delanteras. Es un caballo bayo, con crines y cola negra, mano y nariz blancas, que mira hacia la derecha en un riguroso perfil, apenas si corregido por la perspectiva de las patas. Es un animal fuerte e inquieto, lo que se deja traslucir en sus ojos y en la espumilla que le cae de la boca.
El rey aparece vestido con media armadura de acero damasquinado, con el pecho cruzado por una banda carmesí que se anuda al talle y de la que asoman los extremos de flecos dorados, muy movidos por el aire. Éste también agita las plumas del sombrero negro que cubre la cabeza, pero no logra mover ninguno de los cabellos del rey. El monarca con patilla rizada y probablemente engominada, luce su pelo, bigote y perilla. Lleva en la mano derecha enfundada en un guante de ámbar, la bengala de general, mientras con un leve ademán de la mano izquierda hace alzarse al corcel sobre las patas traseras, rozándole con las espuelas en el costado.
La sensación de lejanía del paisaje la logra el pintor con su perfección de siempre. Sobre los azulados montes, extiende los tonos plateados que iluminan el primer plano. La identidad de los tonos de los árboles, con los de la sierra y el cielo, hacen que esta obra sea una de las más logradas en lograr la “tercera dimensión”, destacando las pinceladas aligeradas de pasta, a base de pequeños y suaves toques que se adelantan en más de doscientos años a las de los impresionistas.