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Retrato ecuestre del príncipe Baltasar Carlos de Velázquez (1635)

Publicado por Chus

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Este tipo de retrato es muy frecuente en el Barroco. Su origen se remonta al clasicismo romano (recordemos el de Marco Aurelio), retomado después en el Renacimiento (El Gattamelata de Donatello, el Colleoni de Verrochio y, en pintura Tiziano lo ejemplifica en el Carlos V de Muhlberg), y consagrado en el Barroco en el primer tercio del s. XVII, como representación del poder y apogeo de diversos monarcas y otros personajes destacados en las distintas cortes europeas.

Velázquez, como pintor de corte conoció la obra de Tiziano y, aunque era un género ajeno a la tradición retratística española, se atrevió a abordarlo. Así pintó una amplia serie de personajes ilustres a caballo, entre ellos a los reyes Felipe III y Felipe IV, a las reinas Margarita de Austria e Isabel de Borbón, al conde-duque de Olivares, etc. De toda esta serie de retratos a caballo, el del príncipe Baltasar Carlos está considerado como uno de los más destacados. Representa al joven príncipe montado en su jaca ante un paisaje de la sierra de Guadarrama, representado desde un punto de vista bajo, mostrando un fuerte escorzo de la montura, ya que la obra iba a ser vista desde abajo, al estar pensada su ubicación sobre una de las puertas del “Salón de Reinos” del Palacio del Buen Retiro, en medio de los de sus padres, Felipe IV e Isabel de Borbón. Por este motivo Velázquez pintó al caballo con el vientre redondeado, para acentuar el efecto plástico de pleno volumen al ser contemplado desde el suelo. Por eso cuando en las fotografías de los libros se nos muestra la obra desde un punto de vista frontal, el resultado es la deformidad del caballo.

Compositivamente el cuadro es plenamente barroco, por el énfasis en el movimiento del caballo que parece querer salirse del cuadro, marcando una diagonal con un dinamismo que no es muy usual en el pintor, con las patas delanteras erguidas y el movimiento en cola y crines, que se continúa en las bandas que viste el príncipe. En cuanto al paisaje, responde al tipo que Velázquez conoce a la perfección, que es el de la sierra madrileña, que aquí lo marca en tres bandas diagonales más oscuras separadas por dos claras, invitando así a penetrar en el lienzo hasta el fondo, creando así una línea de fuerza opuesta a la de la dirección del caballo, lo que genera una contraposición típicamente barroca. El cielo es uno de los sellos de identidad del artista, vaporoso, lleno de nubes traslúcidas que lo dejan entrever, contrastando con franjas difusas de un azul inconfundible (recordemos aquí la importancia de la imprimación previa del lienzo para conseguir este resultado).

En cuanto al tratamiento técnico tenemos que hablar de diferencias, según de la parte del cuadro que estemos hablando. Así el caballo destaca por su masa cerrada y plástica, con la excepción de la más vaporosa crin, mientras que el príncipe es un prodigio de técnica suelta, en algunas partes tan líquida que parece acuarela, dejando ver la trama del lienzo. La atención principal del pintor se centra en el rostro del niño al que tan bien conoce, ya que lo lleva pintando toda su vida. Cubre su cabeza con un sombrero negro que contrasta con su pelo y color de piel del rostro, pintado con gran ligereza de pasta, en un trabajo rápido. Algún crítico ha dicho que al permitir que un rayo de sol resbale por la cara del niño, ha aislado la luz para desmaterializar el rostro y transfigurarlo, como harían más tarde los impresionistas, y gracias a esta iluminación, se perciben los ojos del príncipe. Estamos ante una obra perteneciente a la madurez artística del pintor, en la que su manera de pintar se vuelve cada vez más vaporosa y profunda. El aire parece casi palpable, con tal suavidad en las gradaciones de luz que las variaciones de intensidad entre cada zona y la inmediatamente contigua son levísimas.