Las célebres órdenes de la noche de Kiefer
Al artista alemán Anselm Kiefer (1945 – ) lo tenemos que considerar uno de los mejores representantes del movimiento neoexpresionista. Y sin duda esta obra gigantesca (514 x 503) es una de sus grandes creaciones. Una obra que hizo en el año 1997 y que hoy en día se expone en el Museo Guggenheim de Bilbao.
De lo primero que hemos de hablar es de su técnica pictórica. En este caso, usa una gran tela sobre la que aplica acrílico y emulsión fotográfica. En otras obras suyas aparecen otro tipo de materiales como paja, madera o plomo, y de hecho son materiales que van perdiendo cualidades con el paso del tiempo e incluso se pueden descomponer, pero ese carácter efímero de su trabajo no le preocupa en absoluto a Kiefer. E incluso, en alguna ocasión el mismo se ha ocupado de hacer desaparecer obras suyas, para al mismo tiempo cortar con el pasado.
El lienzo tiene una presencia impactante, y no solo por sus tremendas dimensiones. También por su estética. Vemos al propio artista autorretratado y tumbado en el suelo, ¿o está muerto? En esa misma postura ya se había representado en los años inmediatamente anteriores, y en esos cuadros precedentes sí que parece más claro que se pinte como un cadáver. En cambio aquí la impresión es que está contemplando el cielo infinito.
El firmamento estrellado es un asunto que le apasiona a este pintor, y no solo como hecho estético, astronómico o atmosférico. Sobre todo le interesa lo que ha interpretado el ser humano sobre las estrellas y la oscuridad de la noche. Un espacio que a lo largo de diversas culturas y civilizaciones se suele relacionar con el futuro, los misterios, las divinidades y el destino.
En realidad, en las obras de Kiefer siempre hay una fuerte carga espiritual. Basta con contemplar esta enorme tela. Nos podemos imaginar perfectamente que ese personaje tumbado en un suelo pobre y seco somos nosotros mismos. No es difícil pensar que estamos contemplando ese cielo infinito, absortos en nuestras ensoñaciones y asombrados de ese lugar infinito y desconocido que tenemos ante nuestros ojos.
Es decir, se trata de una escena de carácter íntimo y de introspección, pero paradójicamente el autor la comparte con su público. Y aunque intente hablar de su pequeño yo interno, lo más importante es el retrato que hace del lugar más grande que puede contemplar el ser humano: el cielo.
Son elucubraciones que hacemos los espectadores del cuadro, pero sin duda están provocadas por el autor, que vuelca sus obsesiones en el cuadro, nos hace partícipe de ellas con su expresividad a base de formas y una paleta reducida de colores. Por eso lo podemos considerar uno de los artistas del Neoexpresionismo más interesantes que ha habido entre los siglos XX y XXI.