“Venus del espejo” de Diego Velázquez
Se trata de una obra pintada al óleo sobre lienzo que en la actualidad se encuentra en la Nacional Gallery de Londres. Pertenece a la tercera etapa madrileña del pintor, pintado a mediados del siglo XVII, entre el 1651 y 1660, cuando la evolución de su estilo se ve determinada por la influencia de su segundo viaje a Italia.
A su vuelta a Madrid, la paleta de colores se hace completamente líquida, con lo que la forma se esfuma, ya que coloca las pinceladas sin fundirse, y comienza a construir la figura prácticamente sólo con color. También en ocasiones, la pasta la acumula en pinceladas gruesas y rápidas que crean un motivo con mucho efecto. La gama cromática se hace cada vez más brillante y transparente, destacando la gama de los platas, los grises o de los amarillos. Con todo ello logra calidades pictóricas insuperables.
El lienzo nos muestra a Venus tumbada de espaldas al espectador, contemplando un espejo que sujeta un amorcillo, con un esquema compositivo sencillo. Se trata por tanto de un asunto mitológico, que muestra un desnudo integral, el primero de la pintura española, ya que aquí estaba prohibido, pese a que los Austrias contaban en sus colecciones reales con algunos mitológicos de Tiziano, por ejemplo. Precisamente la influencia de este pintor es clara en este cuadro, ya que recoge el tema de la Venus tumbada, practicado por el pintor veneciano, además de ser también un trasunto de la Venus con Cupido. No está muy claro el porque de esta obra, si se trató de un encargo o la realizó Velázquez por propia iniciativa.
Se ha discutido mucho acerca de la identidad de la modelo que posó para Velázquez. Dejando a un lado esta polémica lo que si está claro es que su tipología enlaza más con las modelos germanas que con las de Rubens, por ejemplo, prefiriendo para representar a la diosa de la belleza a una mujer más esbelta y estilizada. Respecto al tratamiento de la carne, destaca el que el pintor nos presente a una mujer más que desnuda, “desnudada”, ya que no refleja ser una diosa lejana, distante, de mármol, sino que es totalmente humana, femenina, sensual. De nuevo el maestro sevillano trata el tema mitológico como había venido haciéndolo desde la primera vez que aborda la cuestión en el “El triunfo de Baco” (“Los borrachos”), es decir, humanísticamente, desposeyendo a la mitología del carácter de lejanía con respecto a la realidad, representando a los dioses como humanos, incluso vulgares, como sucede por ejemplo con la figura de Vulcano en el cuadro “La fragua de Vulcano”. El barroquismo de Velázquez aparece en el juego que nos plantea con el espejo, ya que se supone que la diosa nos ve a nosotros, a los espectadores en él reflejados, mientras que nosotros lo que contemplamos es su cara desdibujada.
El colorido empleado tiende a la idealización, es un auténtico alarde de colores que contrastan a base de colocarlos en bandas sucesivas, hasta culminar en la cortina roja, que constituye la única referencia del fondo de la estancia. Es un maestro de las carnaciones, lo mismo que de los satenes tanto de la cama como de la cortina.