El mosaico bizantino
Es una de las manifestaciones más conocidas del arte bizantino, y es una continuación del mosaico paleocristiano. Al igual que en este estilo artístico, se usaba para la decoración de paredes, y no de suelos como era habitual en el mundo romano. Fue el vehículo idóneo para transmitir el mensaje religioso de esta cultura y, a la vez un instrumento de propaganda del poder imperial, con lo que refleja fielmente el espíritu cesaropapista que caracteriza el arte bizantino.
Utiliza teselas de mármol de colores y también de barro cocido policromadas con pasta de vidrio, logrando efectos de gran vistosidad, colorido, riqueza y variedad cromática. Las técnicas empleadas habitualmente se basan en el uso de “Opus Tesselatum”, con teselas cúbicas, todas iguales, solo cambian los colores y el “Opus Vermiculatum”, con teselas distintas, en la que cada una adopta el contorno preciso de la figura a realizar. Lo más frecuente es que en una misma obra se utilicen las dos técnicas complementándose entre sí, puesto que la segunda se reserva para los contornos de las figuras y la primera para rellenar los huecos.
La tendencia general del estilo se basa en la idealización de las representaciones, lo que las vincula a un sentimiento religioso profundamente espiritual que hace que no haya que materializar las formas, sino darles precisamente sensación de irrealidad. Por ello las composiciones son frontales, con figuras que permanecen aisladas entre sí, con repetición de esquemas, disposiciones rígidas, sin expresar sentimientos ni emociones, hieráticas, que se reiteran monótonamente entre elementos decorativos o de paisajes.
En la iglesia de San Vital de Rávena, en el ábside nos encontramos con los mosaicos más destacados del estilo, en los que aparecen, a la derecha, el retrato de la emperatriz Teodora con su séquito y a la izquierda el del emperador Justiniano con el suyo. La propia localización de los mosaicos, en el ábside, justo debajo de la bóveda en la que se representa a Cristo sobre la bóveda celeste, es un claro indicativo de la jerarquización del espacio del mundo bizantino, en el que se pretende dejar claro en todo momento el poder religioso y político de los mandatarios. En el retrato de Justiniano, aparece acompañado de Maximino, el arzobispo de Rávena, que actúa como una especie de virrey en la misma, y de otra serie de personalidades de su séquito, portando todos ellos en procesión una serie de ofrendas de plata. En toda la composición nos encontramos con convencionalismos tales como isocefalia, total frontalidad, impenetrabilidad en los rostros, hieratismo, ausencia de movimiento, “horror vacui”, colores planos, perspectiva divergente y jerarquzación de tamaño, ya que el emperador se muestra con un canon superior a los demás, como símbolo de su poder, y de que está más cerca de Dios. Se trata así de desmaterializar las imágenes, intentando representar lo sagrado. Pese a ello hay un notable esfuerzo en la representación de las cabezas-retrato, sobre todo en los casos del emperador y el obispo (pese a que Justiniano se representa más joven de lo que era en realidad), y en el interés por destacar rodos los elementos de lujo, del oro, la plata, los vidrios dorados, los trajes, etc. En la representación de la emperatriz se repiten los mismos convencionalismos y características.