«El Carnaval del Arlequín» de Miró
Joan Miró fue un pintor catalán que comenzó a pintar a finales del siglo XIX dentro del fauvismo, para pasar posteriormente al cubismo, pasando también por el arte negro o el neocubismo, recalando luego en el surrealismo, bagaje que le sirvió para crear un lenguaje con un estilo curioso de un acusado candor. Dentro del surrealismo, representa la corriente abstracta del mismo.
Bajo un aparente aspecto de hombre ordenado y cuidadoso que llevó una vida metódica, pulcra y austera, se esconde y plantea un fondo rebelde contra el arte efectista e intelectual. Progresivamente Miró va a ir configurando un lenguaje depurado a base de signos que constituyen un sistema de lenguaje, que no se circunscribe solamente al movimiento surrealista, sino que va a ir progresando y complicándose, para hacerse después reiterativo y expresivo.
En esta obra, realizada en los años 1924-25, que se encuentra en la Galería de Arte Albright de Nueva York, nos encontramos con un lenguaje poético de signos que sugieren ensoñación, ingenuidad, fantasía y ambigüedad también. Este cuadro tan ambiguo, aparentemente comprensible y a la vez hermético, tiene cierta vivencia poética y un fondo inalcanzable. El propio Miró dijo, refiriéndose a los dibujos preparatorios de esta pintura, que le fueron inspirados por “los terribles delirios del hambre”.
Aparecen representados una serie de elementos que se van a repetir posteriormente en otras obras, como las escaleras que pueden servir tanto para reflejar la huída como para la ascensión, o los insectos (parecen fascinarle), su gato, la esfera oscura (el globo terráqueo), etc.
Este camino de libertad del ensueño, de lo onírico, lleva a la creación de un mundo fantasioso y característico. El propio André Bretón dijo de Miró que era el más surrealista de todos ellos. Entre sus signos mezcla miniaturas de objetos reales con signos inventados, como una guitarra o un dado que, a la vez se complementan perfectamente con grafismos convencionales. Aquí vemos en notaciones musicales, en un pentagrama, el reflejo del lenguaje de la guitarra junto a la que aparecen. Los objetos que se distribuyen por el espacio dan sensación de flotar al estar colocados no en una superficie, sino en una habitación en la que el suelo y la pared están realizados con perfecta perspectiva. Una ventana abierta al exterior nos muestra un paisaje típicamente mironiano.
Sus figuras alargadas, agusanadas y ameboides resbalan y flotan en este espacio irreal entre objetos y animales. Todo está lleno de vida en el movimiento de esta obra, trabajada con una técnica verdaderamente miniaturista y meticulosa creada con gran sensibilidad y un extraordinario gusto innato, que casa perfectamente con el embiente festivo que debe acompañar al carnaval.
La fantasía de colores que aparece en esta obra es prácticamente insuperable, destacando siempre por su utilización de los colores primarios, el azul, el amarillo y el rojo, utilizando además el blanco y el negro. Precisamente son los colores los que nos mueven a través de las diferentes figuras del cuadro, pero sin una dirección marcada por el artista, sino por el propio espectador.