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Muchachas en el muelle de Munch

Publicado por A. Cerra

Muchachas en el muelle de Munch

El noruego Edvard Munch compró en el año 1896 una casa en la playa de Aasgard. Y allí decidió instalar su estudio. Una localización que tenía muy cerca el paraje que vemos en el cuadro. Un muelle que pintó en numerosas ocasiones con diversos personajes. Y si bien la barandilla nos podría recordar al cuadro más conocido de este pintor, El grito, lo cierto es que esa mítica escena tendría otra localización. E incluso, la primera versión de aquel cuadro es anterior a la compra de su estudio en Aasgard.

Así que volvamos a las Muchachas en el muelle, una obra realizada entre los años 1899 y 1901, y que se conserva en la Galería Nacional de Oslo. La presentación de la escena es muy habitual en otras obras de Munch. Son unas mujeres que nos dan la espalda, de manera que no tienen rostro. Al menos para nosotros. Son unas chicas que miran hacia el agua, donde se refleja el paisaje colindante, sobre todo un árbol enorme y muy frondoso cuyo tono oscuro ocupa gran parte de la superficie del agua.

Pero además de las muchachas, el otro gran protagonista del cuadro es el espacio, o más bien, la personal representación que nos da el pintor. En él son muy habituales esas perspectivas hacia el fondo, unas perspectivas infinitas, fluidas y muy dinámicas. Algo que también aparece en el citado El Grito y en otras muchas obras como Atardecer en la avenida Karl Johan. Un rasgo que también comparte con otro pintor precedente, con el que ciertamente tiene bastantes puntos en común. Nos referimos a Van Gogh.

En ambos hay una perspectiva tan acentuada y tan acelerada que llega a producir cierto vértigo. Una sensación aquí viene marcada por la acusada diagonal de la barandilla, la cual nos lleva hacia el fondo, hacia el punto de fuga. Y sin embargo no llega hasta allí. En el último momento se corta, ya que las líneas que marcan el camino se giran, se curvan. Igual que la tapia blanca que marca el límite de la finca. Esa tapia también se curva y gira hacia la propia casa.

Es como si el autor hubiera suspendido la profundidad, lo que le concede un tono irreal a la imagen. Todo queda entrelazado casi de manera orgánica. Un rasgo que une el habitual espíritu expresionista de Munch con el movimiento curvilíneo del Art Nouveau de la época. Todas las líneas se unen y todas las formas se funden en un único conjunto. Incluso el cuerpo de las tres muchachas parecen ser un solo. Pero a diferencia de otros artistas como Toulouse Lautrec que tiene ese trazado con un sentido ornamental, en el caso de Munch, esa pincelada continua se convierte en algo que provoca cierto misterio.