Retrato de Goya de Vicente López
Vicente López Portaña (1772 – 1850), oriundo de Valencia, es el prototipo de pintor cortesano de las primeras décadas del siglo XIX en España. No en vano, su carrera artística fue bastante exitosa, ya que no sólo tuvo el cargo de Pintor del Rey durante el reinado de Fernando VII, sino que incluso llegó a ser uno de los hombres de confianza de este monarca.
Además de su relación con la realeza, López Portaña también fue un miembro destacado de la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos en Valencia, donde se formó y más tarde impartió clases. Su influencia en la academia fue tal que llegó a ser nombrado director de pintura, cargo que ocupó durante varios años.
Posiblemente su obra más destacada sea este retrato que hizo a Francisco de Goya en el año 1826. En ella podemos ver las particularidades de su estilo, tan característico del estilo neoclásico. Fue un pintor que se formó en el taller de Maella y que adoptó las formas de otro artista neoclásico: Mengs. De este modo, son habituales en él la corporeidad de las figuras, siempre dispuestas en una especie de movimiento muy contenido, donde prevalece la armonía. O sea, arte neoclásico en estado puro, que mantuvo durante toda su vida, sin dejar margen a ninguna innovación ni en su estilo ni en su estética.
Además de su dominio del retrato, López Portaña también se destacó por su habilidad para pintar bodegones y paisajes, aunque estos géneros no fueron tan populares en su época. Sin embargo, su habilidad para capturar la luz y el color en estas obras es notable y demuestra su versatilidad como artista.
Pintó toda clase de géneros, desde escenas de temática religiosa hasta episodios históricos o de tema mitológico, pero sin duda donde más destacó y triunfo fue en su labor de retratista. En sus retratos, como éste en el que vemos a un Francisco de Goya ya anciano, se muestra su espíritu academicista en el siempre acaba hasta el más mínimo detalle, buscando un fidelidad al modelo seguramente excesiva. Algo que acabó por enfriar el cuadro, pero que sin embargo en su momento era extraordinariamente apreciado, motivo por el cual siempre recibía encargos por parte de los personajes de las clases sociales más acomodadas.
Observando con atención el retrato se ve como sigue estrictamente todas las normas de la pintura más académica. Vemos un Goya sentado, vestido de gris y con la paleta de pintor en una mano, resaltando la figura sobre un fondo neutro. La composición se basa en una pirámide muy rígida. De hecho, la pintura de Vicente López mantiene todas las características de las formas vigentes durante el siglo XVIII, y queda dominada por la perfección de su dibujo, la mesura en sus composiciones y la armonía de sus volúmenes.
Generalmente plantea retratos en los que vemos la figura aislada, y muchas veces aplomadas en demasía, con una importancia muy grande volcada en los detalles y lo accesorio, donde se manifiesta su maestría con los pinceles.
Todo esto se ve en este retrato, su gran obra maestra, posiblemente por ser la única en la que aparecen cierto elementos que no son muy propios de su arte. Y es que no se puede olvidar quién es el retratado, el gran Francisco de Goya, que aparece con su característico ceño fruncido, como enfadado, y nos mira con una mirada profunda. Es decir, consigue dotar de expresión al cuadro, algo que no es habitual en el resto de sus retratos, y desde luego esta expresividad seguramente fue sugerida por el propio Goya. Quién desde luego tenía mucho que enseñar a Vicente López, basta comparar la intensidad de retratos goyescos como La marquesa de Chinchón o el de Jovellanos, con este cuadro de López.