Calle de París en un día de lluvia de Caillebotte
Vincent van Gogh ha pasado a la Historia del Arte como uno de los más claros ejemplos de grandes artistas que jamás vendieron un cuadro. Pero no ha sido el único. Tampoco vendió jamás nada el francés Gustave Caillebotte. Si bien para ser justos hay que decir que la situación económica de ambos era bien distinta, ya que Caillebotte gozaba de una situación muy holgada. De hecho, casi es más conocida su faceta como mecenas de sus amigos impresionistas que como pintor. Y la verdad es que aunque él no vendiera nada, fueron sus descendientes los que se encargaron de sacarle rendimiento a sus cuadros, una vez que ganó más renombre. Y un buen ejemplo es esta obra de 1877 que hoy en día atesora el Art Institute de Chicago.
Como en tantas otras obras, Caillebotte se nos muestra como un pintor muy cercano a sus coetáneos Monet o Renoir, y en este caso nos plantea un paisaje urbano, en la que vemos el París más modero de su época. Un espacio de la capital gala cuya urbanización había promovido el gobierno de Napoleón III y que dirigió el barón George Eugene Haussmann.
Ese desarrollo urbano y la modernidad de ciertos elementos como las farolas de gas, captaron todo el interés del artista. Y con todo ello creó una vista en la que nos plantea un juego de perspectiva muy interesante, donde precisamente esa farola juega un papel clave como línea vertical que divide el gran lienzo en dos mitades. A un lado con la pareja bajo el paraguas ocupando gran parte del espacio. Y al otro con la vista callejera de la plaza donde confluyen las líneas rectas de varias avenidas.
Pero en realidad, no solo hay dos mitades a partir de la línea vertical de la farola. También podemos tender una línea horizontal que recorre todo el centro de la imagen, y que pasaría por las cabezas de prácticamente todas las personas de la escena, independientemente de su distancia al primer plano.
Es decir, hay un interesante juego de líneas rectas y de cuatro cuartos en la tela, pero no queda patente en una primera ojeada, gracias a las perspectivas, el empedrado brillante de la calle y las curvas que proporcionan los distintos paraguas, que por cierto en 1877 hacía muy poco que se había inventado.
A eso hay que sumarle el encuadre tan fotográfico que ha elegido. Es como si hubiera hecho una instantánea del lugar. Aunque sabemos que realizó diversos bocetos de la vista, y varios de ellos desde la altura elevada que le proporcionaba el nuevo medio transporte urbano de la época: el omnibús.
En definitiva, al igual que otras de sus obras como los Acuchilladores del parqué o las Regatas de Argenteuil, Caillebotte se nos muestra como un pintor impresionista muy interesante, y a veces maltratado por la historia y ensombrecido por otros genios contemporáneos.