En el bosque de Fontainebleau de Díaz de la Peña
Narcisse Díaz de la Peña (1808 – 1876) posiblemente sea el pintor más desordenado y también el más apasionado de los que integraban el grupo de artistas de la llamada Escuela de Barbizon. Y seguramente también sea el pintor más colorista de todos ellos. Un grupo en el que aparecen grandes figuras de la pintura francesa previa al Impresionismo como Theodore Rousseau, Charles Daubigny o Camille Corot.
De hecho, de entre todos los pintores de este grupo, Díaz de la Peña es en el que más se nota la herencia pictórica del Romanticismo, y no solo en el color sino también en las temáticas, ya que es habitual que dedique sus obras por ejemplo a tempestades, lo cual le da la oportunidad de plasmar lo más contrastante y lo más fuerte.
Él, al igual que ocurre con los mejores paisajistas de la pintura romántica, continua volcando sus sentimientos en esos paisajes, de manera que también los humaniza o los hace muy espirituales, si bien no llega a alcanzar la cotas del pintor alemán Caspar David Friedrich con obras suyas como La claridad en las montañas.
En el caso de Díaz de la Peña es curioso ver su evolución hasta que llegó a ser un paisajista. De niño, con 10 años, quedó huérfano, y desde su Burdeos natal fue trasladado a Sèvres a vivir con unos amigos de su familia. Allí, pasaron dos cosas importantes, por un lado tras una picadura de un reptil se produjo una herida que no se pudo curar, lo que supuso tener que amputarle una pierna, algo que años más tarde hizo que su pata de palo fuera muy conocida.
Y por otro lado, a los 15 años ingresó en la escuela de Sèvres donde pronto comenzó a decorar esas famosas porcelanas con figuras. Así que su formación fue bien distinta de los paisajistas. No obstante, pocos años más tarde iba a conocer a Theodore Rousseau, autor de obras como El Abrevadero. Y lo conoció precisamente en el Bosque de Fontainebleau donde se ambienta la obra que aquí vemos. Desde ese mismo momento sintió una verdadera admiración hacia ese artista.
Una obra de Díaz de la Peña pintó en 1870, bastante años más tarde de conocer a Rousseau, ya que lo cierto es que no le fue fácil que su venerado maestro (pese a ser unos años más joven) le prestara atención y le enseñara sus secretos pictóricos. Sin embargo, Díaz de la Peña consiguió que ganarse su amistad con el paso del tiempo y aprender de un Rousseau con un carácter muy huraño.