Dánae de Correggio
Este lienzo pintado por el artista italiano Correggio en el año 1531 se expone actualmente en la Galería Borghese de Roma, pero antes de eso, la obra ha tenido un largo periplo viajero y con diversos propietarios.
Originalmente fue un encargo de Federico II Gonzaga, primer duque de Mantua, quién decoró su Palacio Te con diversos cuadros dedicados al amor de Júpiter. Sin embargo, la obra no duró mucho allí, y tras fallecer el duque fue exportado a España. Allí posiblemente lo adquirió Leone Leoni, que trabajó para la monarquía española, y cuando regresó a Italia se llevó la obra con él. El hecho es que su hijo Pompeo, también escultor, se lo vendió a Rodolfo II, emperador del Sacro Imperio Germánico. Pero tampoco estuvo mucho en Praga, la capital imperial, ya que se convirtió en trofeo de guerra para Gustavo Adolfo, rey de Suecia, que se lo llevó a su palacio del país escandinavo.
Allí permaneció hasta mediados del siglo XVII cuando la reina Cristina de Suecia se trasladó a Roma tras abdicar. Y no se resistió a llevarse la obra de Correggio con ella. De desde entonces empozó a pasar por varios propietarios, tanto cardenales como aristócratas, entre ellos el duque de Orleans, por lo que se fue tanto a Inglaterra como a Francia. Y por azares del destino, Camilo Borghese la compró en París durante el año 1827. Desde entonces ha permanecido vinculada a ese apellido y hoy cuelga en las paredes de su villa romana.
En cuanto a la iconografía, la imagen de Dánae ha sido representada por numerosos artistas, desde Tiziano hasta el modernista Gustav Klimt. Y es que el tema es de lo más interesante. Dánae, según la mitología griega, fue la hija del rey Acrisio. Una mujer de la que se encaprichó el todopoderoso Zeus deseando tener un hijo con ella.
Para conseguirlo el dios se convirtió en lluvia dorada y contando con la ayuda de Cupido, fue recogida en forma de gotitas en una sábana. Esas gotas sirvieron para fecundar a la bella joven que al mismo tiempo se mantuvo virgen. Y de aquella singular relación nació Perseo.
Independientemente de la narración, el cuadro es un derroche de virtuosismo por parte de este pintor del Renacimiento, sobre todo en lo referente a la luz. Se ve a través de la ventana una puesta de sol sobre el paisaje al aire libre. Y desde allí inunda de belleza y de luz el interior de la habitación. Además de que el cuerpo tan seductor de la muchacha se realza con el resplandor dorado y divino de la lluvia que desciende.