Matamúa de Gauguin
Paul Gauguin siempre caracterizó su pintura por unos colores muy fuertes. Pero esa tendencia se multiplicó exponencialmente tras viajar a Tahití. Él mismo lo confirma en sus escritos, especialmente en su libro Noa Noa. Allí nos relata una especie de viaje por las tierras tahitianas, y al hablar del colorido de esa isla de Pacífico Sur lo describe así: “Todo me cegaba, todo el paisaje me deslumbraba. En realidad, viniendo de Europa me sentía siempre inseguro de un color”.
Sin embargo, aquí iba a tomar su verdadero lenguaje pictórico, totalmente dominado por el color. Unos colores muy saturados. Los aplica sin mezcla alguna, ni siquiera los mezcla con el blanco para suavizarlos. Tal y como salen del tubo de los óleos, los aplica a la paleta, y de ahí a la tela. Y allí los extiende por una amplia superficie. Usa los verdes muy contrastados, el rojo bermellón, el amarillo, el morado púrpura, un gris muy azulado. Todos esos tonos los podemos distinguir en esta obra de Matamúa del año 1892 y que se expone en el Museo Thyssen Bornemisza de Madrid.
Al ver esta composición u otras de esa misma ambientación en la Polinesia francesa como Arearea o La comida, comprendemos inmediatamente porque el arte fauvista tuvo en Paul Gauguin como un auténtico precursor.
Pero Gauguin es un pintor postimpresionista, anterior, con un estilo muy marcado y unos intereses estéticos y temáticos muy personales. Es cierto que la pesadez cromática de la composición le emparenta con artistas posteriores, pero en su arte siempre hubo un interés paisajístico muy peculiar y unos mensajes muy concretos.
Aquí vemos un horizonte muy alto, que combinado con el colorido genera una atmósfera muy sobrecargada. Un espacio en el que podemos distinguir diferentes árboles, como los cocoteros o el árbol del mango, y elementos de territorio tahitiano. Todo con una poderosa presencia que casi podría desequilibrar la imagen, pero la composición se sostiene gracias a el eje vertical de un árbol en el centro y casi en primer plano. Algo que nos recuerda a una obra anterior y de ambientación bien distinta como es su Cristo Amarillo.
Ese eje sirve para diferenciar dos escenas distintas. En primer plano una de carácter casi pastoral, con las mujeres de la isla descansando, tocando la flauta y dedicándose sencillamente a dejar pasar el tiempo. Mientras que al fondo se ve otra escena de carácter más ritual, con un grupo danzando en torno a un ídolo.
Todo eso tiene un significado. De hecho la clave está en el título Matamúa, que significa “en otro tiempo”. Y es que Gauguin quería representar la vida perdida en los valles de esa isla, una vida idílica anterior a la colonización que todo lo ha pervertido.